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Mr.mathieu

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Mr.mathieu Membre 1 message
Baby Forumeur‚
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La madre de Analía Torres murió de una fiebre delirante cuando ella nació y su

padre no soportó la tristeza y dos semanas más tarde se dio un tiro de pistola en

el pecho. Agonizó varios días con el nombre de su mujer en los labios. Su

hermano Eugenio administró las tierras de la familia y dispuso del destino de la

pequeña huérfana según su criterio. Hasta los seis años Analía creció aferrada a

las faldas de un ama india en los cuartos de servicio de la casa de su tutor y

después, apenas tuvo edad para ir a la escuela, la mandaron a la capital, interna

en el Colegio de las Hermanas del Sagrado Corazón, donde pasó los doce años

siguientes. Era buena alumna y amaba la disciplina, la austeridad del edificio de

piedra, la capilla con su corte de santos y su aroma de cera y de lirios, los

corredores desnudos, los patios sombríos. Lo que menos la atraía era el bullicio

de las pupilas y el acre olor de las salas de clases. Cada vez que lograba burlar la

vigilancia de las monjas, se escondía en el desván, entre estatuas decapitadas y

muebles rotos, para contarse cuentos a sí misma. En esos momentos robados se

sumergía en el silencio con la sensación de abandonarse a un pecado.

Cada seis meses recibía una breve nota de su tío Eugenio recomendándole que

se portara bien y honrara la memoria de sus padres, quíenes habían sido dos

buenos cristianos en vida y estarían orgullosos de que su única hija dedicara su

existencia a los más altos preceptos de la virtud, es decir, entrara de novicia al

convento. Pero Analía le hizo saber desde la primera insinuación que no estaba

dispuesta a ello y mantuvo su postura con firmeza simplemente para

contradecirlo, porque en el fondo le gustaba la vida religiosa. Escondida tras el

hábito, en la soledad última de la renuncia a cualquier placer, tal vez podría

encontrar paz perdurable, pensaba; sin embargo su instinto le advertía contra los

consejos de su tutor. Sospechaba que sus acciones estaban motivadas por la

codicia de las tierras, más que por la lealtad familiar. Nada proveniente de él le

parecía digno de confianza, en algún resquicio se encontraba la trampa.

Cuando analía cumplió dieciséis años, su tío fue a visitarla al colegio por primera

vez. La Madre Superiora llamó a la muchacha a su oficina y tuvo que presentarlos,

porque ambos habían cambiado mucho desde la época del ama india en los

patios traseros y no se reconocieron.

-Veo que las Hermanitas han cuidado bien de ti, Analía -comentó el tío

revolviendo su taza de chocolate-. Te ves sana y hasta bonita. En mi última carta

te notifiqué que a partir de la fecha de este cumpleaños recibirás una suma

mensual para tus gastos, tal como lo estipuló en su testamento mi hermano, que

en paz descanse.

-¿Cuánto? -Cien pesos. -¿Es todo lo que dejaron mis padres? -No, claro que no.

Ya sabes que la hacienda te pertenece, pero la agricultura no es tarea para una

mujer, sobre todo en estos tiempos de huelgas y revoluciones. Por el momento te

haré llegar una mensualidad que aumentaré cada año, hasta tu mayoría de edad.

Luego veremos.

-¿Veremos qué, tío? -Veremos lo que más te conviene. -¿Cuáles son mis

alternativas? -Siempre necesitarás a un hombre que administre el campo, niña. Yo

lo he hecho todos estos años y no ha sido tarea fácil, pero es mi obligación, se lo

prometí a mi hermano en su última hora y estoy dispuesto a seguir haciéndolo por

ti.

-No deberá hacerlo por mucho tiempo más, tío. Cuando me case me haré cargo

de mis tierras.

-¿Cuando se case, dijo la chiquilla? Dígame, Madre, ¿es que tiene algún

pretendiente? - ¡Cómo se le ocurre, señor Torres! Cuidamos mucho a las niñas.

Es sólo una manera de hablar. ¡Qué cosas dice esta muchacha! Analía Torres se

puso de pie, se estiró los pliegues del uniforme, hizo una breve reverencia más

bien burlona y salió. La Madre Superiora le sirvió más chocolate al caballero,

comentando que la única explicación para ese comportamiento descortés era el

escaso contacto que la joven había tenido con sus familiares.

-Ella es la única alumna que nunca sale de vacaciones y a quien jamás le han

mandado un regalo de Navidad -dijo la monja en tono seco.

-Yo no soy hombre de mímos, pero le aseguro que estimo mucho a mi sobrina y

he cuidado sus intereses como un padre. Pero tiene usted razón, Analía necesita

más cariño, las mujeres son sentimentales.

Antes de treinta días el tío se presentó de nuevo en el colegio, pero en esta

oportunidad no pidió ver a su sobrina, se limitó a notificarle a la Madre Superiora

que su propio hijo deseaba mantener correspondencia con Analía y a rogarle que

le hiciera llegar las cartas a ver si la camaradería con su primo reforzaba los lazos

de la familia.

Las cartas comenzaron a llegar regularmente. Sencillo papel blanco y tinta negra,

una escritura de trazos grandes y precisos. Algunas hablaban de la vida en el

campo, de las estaciones y los animales, otras de poetas ya muertos y de los

pensamientos que escribieron. A veces el sobre incluía un libro o un dibujo hecho

con los mismos trazos firmes de la caligrafía. Analía se propuso no leerlas, fiel a la

idea de que cualquier cosa relacionada con su tío escondía algún peligro, pero en

el aburrimiento del colegio las cartas representaban su única posibilidad de volar.

Se escondía en el desván, no ya a inventar cuentos improbables, sino a releer con

avidez las notas enviadas por su primo hasta conocer de memoria la inclinación

de las letras y la textura del papel. Al principio no las contestaba, pero al poco

tiempo no pudo dejar de hacerlo. El contenido de las cartas se fue haciendo cada

vez más útil para burlar la censura de la Madre Superiora, que abría toda la

correspondencia. Creció la intimidad entre los dos y pronto lograron ponerse de

acuerdo en un código secreto con el cual empezaron a hablar de amor.

Analía Torres no recordaba haber visto jamás a ese primo que se firmaba Luis,

porque cuando ella vivía en casa de su tío el muchacho estaba interno en un

colegio en la capital. Estaba segura de que debía ser un hombre feo, tal vez

enfermo contrahecho, porque le parecía imposible que a una sensibilidad tan

profunda y una inteligencia tan precisa se sumara un aspecto atrayente. Trataba

de dibujar en su mente una imagen del primo: rechoncho corno su padre con la

cara picada de viruelas, cojo y medio calvo; pero mientras más defectos le

agregaba más se inclinaba a amarlo. El brillo del espíritu era lo único importante,

lo único que resistiría el paso del tiempo sin deteriorarse e iría creciendo con los

años, la belleza de esos héroes utópicos de los cuentos no tenía valor alguno y

hasta podía convertirse en motivo de frivolidad, concluía la muchacha, aunque no

podía evitar una sombra de inquietud en su razonamiento. Se preguntaba cuánta

deformidad sería capaz de tolerar.

La correspondencia entre Analía y Luis Torres duró dos años, al cabo de los

cuales la muchacha tenía una caja de sombrero llena de sobres y el alma

definitivamente entregada. Si cruzó por su mente la idea de que aquella relación

podría ser un plan de su tío para que los bienes que ella había heredado de su

padre pasaran a manos de Luis, la descartó de inmedíato, avergonzada de su

propia mezquindad. El día en que cumplió dieciocho años la Madre Superiora la

llamó al refectorio porque había una visita esperándola. Analía Torres adivinó

quién era y estuvo a punto de correr a esconderse en el desván de los santos

olvidados, aterrada ante la eventualidad de enfrentar por fin al hombre que había

imaginado por tanto tiempo. Cuando entró en la sala y estuvo frente a él necesitó

varios minutos para vencer la desilusión.

Luis Torres no era el enano retorcido que ella había construido en sueños y había

aprendido a amar. Era un hombre bien plantado, con un rostro simpático de

rasgos regulares, la boca todavía infantil, una barba oscura y bien cuidada, ojos

claros de pestañas largas, pero vacíos de expresión. Se parecía un poco a los

santos de la capilla, demasiado bonito y un poco bobalicón. Analía se repuso del

impacto y decidió que si había aceptado en su corazón a un jorobado, con mayor

razón podía querer a este joven elegante que la besaba en una mejilla dejándole

un rastro de lavanda en la nariz.

Desde el primer día de casada Analía detestó a Luis Torres. Cuando la aplastó

entre las sábanas bordadas de una cama demasiado blanda, supo que se había

enamorado de un fantasma y que nunca podría trasladar esa pasión imaginaria a

la realidad de su matrimonio. Combatió sus sentimientos con determinación,

primero descartándolos como un vicio y luego, cuando fue imposible seguir

ignorándolos, tratando de llegar al fondo de su propia alma para arrancárselos de

raíz. Luis era gentil y hasta divertido a veces, no la molestaba con exígencias

desproporcionadas ni trató de modificar su tendencia a la soledad y al silencio.

Ella misma admitía que con un poco de buena voluntad de su parte podía

encontrar en esa relación cierta felicidad, al menos tanta como hubiera obtenido

tras un hábito de monja. No tenía motivos precisos para esa extraña repulsión por

el hombre que había amado por dos años sin conocer. Tampoco lograba poner en

palabras sus emociones, pero si hubiera podido hacerlo no habría tenido a nadie

con quien comentarlo. Se sentía burlada al no poder conciliar la imagen del

pretendiente epistolar con la de ese marido de carne y hueso. Luis nunca

mencionaba las cartas y cuando ella tocaba el tema, él le cerraba la boca con un

beso rápido y alguna observación ligera sobre ese romanticismo tan poco

adecuado a la vida matrimonial, en la cual la confianza, el respeto, los intereses

comunes y el futuro de la familia importaban mucho más que una correspondencia

de adolescentes. No había entre los dos verdadera intimidad. Durante el día cada

uno se desempeñaba en sus quehaceres y por las noches se encontraban entre

las almohadas de plumas, donde Analía -acostumbrada a su camastro del colegiocreía

sofocarse. A veces se abrazaban de prisa, ella inmóvil y tensa, él con la

actitud de quien cumple una exigencia del cuerpo porque no puede evitarlo. Luis

se dormía de inmediato, ella se quedaba con los ojos abiertos en la oscuridad y

una protesta atravesada en la garganta. Analía intentó diversos medios para

vencer el rechazo que él le inspiraba, desde el recurso de fijar en la memoria cada

detalle de su marido con el propósito de amarlo por pura determinación, hasta el

de vaciar la mente de todo pensamiento y trasladarse a una dimensión donde él

no pudiera alcanzarla. Rezaba para que fuera sólo una repugnancia transitoria,

pero pasaron los meses y en vez del alivio esperado creció la animosidad hasta

convertirse en odio. Una noche se sorprendió soñando con un hombre horrible

que la acariciaba con los dedos manchados de tinta negra.

Los esposos Torres vivían en la propiedad adquirida por el padre de Analía

cuando ésa era todavía una región medio salvaje, tierra de soldados y bandidos.

Ahora se encontraba junto a la carretera y a poca distancia de un pueblo

próspero, donde cada año se celebraban ferias agrícolas y ganaderas.

Legalmente Luis era el administrador del fundo, pero en realidad era el tío

Eugenio quien cumplía esa función, porque a Luis le aburrían los asuntos del

campo. Después del almuerzo, cuando padre e hijo se instalaban en la biblioteca

a beber coñac y jugar dominó, Analía oía a su tío decidir sobre las inversiones, los

animales, las siembras y las cosechas. En las raras ocasiones en que ella se

atrevía a intervenir para dar una opinión, los dos hombres la escuchaban con

aparente atención, asegurándole que tendrían en cuenta sus sugerencias, pero

luego actuaban a su amaño. A veces Analía salía a galopar por los potreros hasta

los límites de la montaña deseando haber sido hombre.

El nacimiento de un hijo no mejoró en nada los sentímientos de Analía por su

marido. Durante los meses de la gestación se acentuó su carácter retraído, pero

Luis no se impacientó, atribuyéndolo a su estado. De todos modos, él tenía otros

asuntos en los cuales pensar. Después de dar a luz, ella se instaló en otra

habitación, amueblada solamente con una cama angosta y dura. Cuando el hijo

cumplió un año y todavía la madre cerraba con llave la puerta de su aposento y

evitaba toda ocasión de estar a solas con él, Luis decidió que ya era tiempo de

exigir un trato más considerado y le advirtió a su mujer que más le valía cambiar

de actitud, antes que rompiera la puerta a tiros. Ella nunca lo había visto tan

violento. Obedeció sin comentarios. En los siete años siguientes la tensión entre

ambos aumentó de tal manera que terminaron por convertirse en enemigos

solapados, pero eran personas de buenos modales y delante de los demás se

trataban con una exagerada cortesía. Sólo el niño sospechaba el tamaño de la

hostilidad entre sus padres y despertaba a medianoche llorando, con la cama

mojada. Analía se cubrió con una coraza de silencio y poco a poco pareció irse

secando por dentro. Luis, en cambio, se volvió más expansivo y frívolo, se

abandonó a sus múltiples apetitos, bebía demasiado y solía perderse por varios

días en inconfesables travesuras. Después, cuando dejó de disimular sus actos de

disipación, Analía encontró buenos pretextos para alejarse aún más de él. Luis

perdió todo interés en las faenas del campo y su mujer lo reemplazó, contenta de

esa nueva posición. Los domingos el tío Eugenio se quedaba en el comedor

discutiendo las decisiones con ella, mientras Luis se hundía en una larga siesta,

de la cual resucitaba al anochecer, empapado de sudor y con el estómago

revuelto, pero siempre dispuesto a irse otra vez de jarana con sus amigos.

Analía le enseñó a su hijo los rudimentos de la escritura y la aritmética y trató de

iniciarlo en el gusto por los libros. Cuando el niño cumplió siete años Luis decidió

que ya era tiempo de darle una educación más formal, lejos de los mimos de la

madre, y quiso mandarlo a un colegio en la capital, a ver si se hacía hombre de

prisa, pero Analía se le puso por delante con tal ferocidad, que tuvo que aceptar

una solución menos drástica. Se lo llevó a la escuela del pueblo, donde

permanecía interno de lunes a viernes, pero los sábados por la mañana iba el

coche a buscarlo para que volviera a casa hasta el domingo. La primera semana

Analía observó a su hijo llena de ansiedad, buscando motivos para retenerlo a su

lado, pero no pudo encontrarlos. La criatura parecía contenta, hablaba de su

maestro y de sus compañeros con genuino entusiasmo, como si hubiera nacido

entre ellos. Dejó de orinarse en la cama. Tres meses después llegó con su boleta

de notas y una breve carta del profesor felicitándolo por su buen rendimiento.

Analía la leyó temblando y sonrió por primera vez en mucho tiempo. Abrazó a su

hijo conmovida, interrogándolo sobre cada detalle, cómo eran los dormítorios, qué

le daban de comer, si hacía frío por las noches, cuántos amigos tenía, cómo era

su maestro. Pareció mucho más tranquila y no volvió a hablar de sacarlo de la

escuela. En los meses siguientes el muchacho trajo siempre buenas

calificaciones, que Analía coleccionaba como tesoros y retribuía con frascos de

mermelada y canastos de frutas para toda la clase. Trataba de no pensar en que

esa solución apenas alcanzaba para la educación primaria, que dentro de pocos

años sería inevitable mandar al niño a un colegio en la ciudad y ella sólo podría

verlo durante las vacaciones.

En una noche de pelotera en el pueblo Luis Torres, que había bebido demasiado,

se dispuso a hacer piruetas en un caballo ajeno para demostrar su habilidad de

jinete ante un grupo de compinches de taberna. El animal lo lanzó al suelo y de

una patada le reventó los testículos. Nueve días después Torres muríó aullando

de dolor en una clínica de la capital, donde lo llevaron en la esperanza de salvarlo

de la infección. A su lado estaba su mujer, llorando de culpa por el amor que

nunca pudo darle y de alivio porque ya no tendría que seguir rezando para que se

muriera. Antes de volver al campo con el cuerpo en un féretro para enterrarlo en

su propia tierra, Analía se compró un vestido blanco y lo metió al fondo de

su.maleta. Al pueblo llegó de luto, con la cara cubierta por un velo de viuda para

que nadie le viera la expresión de los ojos, y del mismo modo se presentó en el

funeral, de la mano de su hijo, también con traje negro. Al término de la ceremonia

el tío Eugenio, que se mantenía muy saludable a pesar de sus setenta años bien

gastados, le propuso a su nuera que le cediera las tierras y se fuera a vivir de sus

rentas a la ciudad, donde el niño terminaría su educación y ella podría olvidar las

penas del pasado.

-Porque no se me escapa, Analía, que mi pobre Luis y tú nunca fueron felices -dijo

.

-Tiene razón, tío. Luis me engañó desde el principio. -Pos Dios, hija, él siempre

fue muy discreto y respetuoso contigo. Luis fue un buen marido. Todos los

hombres tienen pequeñas aventuras, pero eso no tiene la menor importancia.

-No me refiero a eso, sino a un engaño irremediable. -No quiero saber de qué se

trata. En todo caso, pienso que en la capital el niño y tú estarán mucho mejor.

Nada les faltará. Yo me haré cargo de la propiedad, estoy viejo pero no acabado y

todavía puedo voltear un toro.

-Me quedaré aquí. Mi hijo se quedará también, porque tiene que ayudarme en el

campo. En los últimos años he trabajado más en los potreros que en la casa. La

única diferencia será que ahora tomaré mis decisiones sin consultar con nadie.

Por fin esta tierra es sólo mía. Adiós, tío Eugenio.

En las primeras semanas Analía organizó su nueva vida. Empezó por quemar las

sábanas que había compartido con su marido y trasladar su cama angosta a la

habitación principal; enseguida estudió a fondo los libros de administración de la

propiedad, y apenas tuvo una idea precisa de sus bienes buscó un capataz que

ejecutara sus órdenes sin hacer preguntas. Cuando sintió que tenía todas las

riendas bajo control buscó su vestido blanco en la maleta, lo planchó con esmero,

se lo puso y así ataviada se fue en su coche a la escuela del pueblo, llevando bajo

el brazo una vieja caja de sombreros.

Analía Torres esperó en el patio que la campana de las cinco anunciara el fin de la

última clase de la tarde y el tropel de los niños saliera al recreo. Entre ellos venía

su hijo en alegre carrera, quien al verla se detuvo en seco, porque era la prímera

vez que su madre aparecía en el colegio.

-Muéstrame tu aula, quiero conocer a tu maestro -dijo ella.

En la puerta Analía le indicó al muchacho que se fuera, porque ése era un asunto

privado, y entró sola. Era una sala grande y de techos altos, con mapas y dibujos

de biología en las paredes. Había el mismo olor a encierro y a sudor de niños que

había marcado su propia infancia, pero en esta oportunidad no le molestó, por el

contrario, lo aspiró con gusto. Los pupitres se veían desordenados por el día de

uso, había algunos papeles en el suelo y tinteros abiertos. Alcanzó a ver una

columna de números en la pizarra. Al fondo, en un escritorio sobre una

plataforma, se encontraba el maestro. El hombre levantó la cara sorprendido y no

se puso de pie, porque sus muletas estaban en un rincón, demasiado lejos para

alcanzarlas sin arrastrar la silla. Analía cruzó el pasillo entre dos hileras de

pupitres y se detuvo frente a él.

-Soy la madre de Torres -dijo porque no se le ocurrió algo mejor.

-Buenas tardes, señora. Aprovecho para agradecerle los dulces y las frutas que

nos ha enviado.

-Dejemos eso, no vine para cortesías. Vine a pedirle cuen- tas -dijo Analía

colocando la caja de sombreros sobre la mesa. -¿Qué es esto? Ella abrió la caja y

sacó las cartas de amor que había guardado todo ese tiempo. Por un largo

instante él paseó la vista sobre aquel cerro de sobres.

-Usted me debe once años de mi vida -dijo Analía. -¿Cómo supo que yo las

escribí? -balbuceó él cuando logró sacar la voz que se le había atascado en

alguna parte.

-El mismo día de mi matrimonio descubrí que mi marido no podía haberlas escrito

y cuando mi hijo trajo a la casa sus primeras notas, reconocí la caligrafía. Y ahora

que lo estoy mirando no me cabe ni la menor duda, porque yo a usted lo he visto

en sueños desde que tengo dieciséis años. ¿Por qué lo hizo? -Luis Torres era mi

amigo y cuando me pidió que le escribiera una carta para su prima no me pareció

que hubiera nada de malo. Así fue con la segunda y la tercera; después, cuando

usted me contestó ¿ya no pude retroceder. Esos dos años fueron los mejores dé

mi vida, los únicos en que he esperado al- go. Esperaba el correo.

-Ajá. -¿Puede perdonarme? -De usted depende -dijo Analía pasándole las

muletas. El maestro se colocó la chaqueta y se levantó. Los dos salieron al bullicio

del patio, donde todavía no se había puesto el sol.

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Membre, 36ans Posté(e)
cHivo Membre 503 messages
Baby Forumeur‚ 36ans‚
Posté(e)

¿ Qué pasa aquí ?

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Membre, 50ans Posté(e)
JoGideon Membre 6 134 messages
Baby Forumeur‚ 50ans‚
Posté(e)

On est sur ForumEs?

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Membre+, Noyé dans un océan de couleurs, 38ans Posté(e)
_Fred Membre+ 15 765 messages
38ans‚ Noyé dans un océan de couleurs,
Posté(e)

Annso c'est pour toi :snif:

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Invité guillom
Invités, Posté(e)
Invité guillom
Invité guillom Invités 0 message
Posté(e)

ah tiens je me disais aussi je comprenais rien...

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Membre, 57ans Posté(e)
yanomami Membre 1 369 messages
Baby Forumeur‚ 57ans‚
Posté(e)

quésaco ?

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Membre, Pétard de bois en bouteille, 37ans Posté(e)
NumaZeo Membre 2 665 messages
37ans‚ Pétard de bois en bouteille,
Posté(e)

?Puedes resumir tu texto amigo?

La fleime de tout lire

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Invité Théia
Invités, Posté(e)
Invité Théia
Invité Théia Invités 0 message
Posté(e)

Pffff ! rien de nouveau, c'est ce que j'ai toujours pensé :snif:

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Membre, 31ans Posté(e)
Ilan Membre 3 052 messages
Baby Forumeur‚ 31ans‚
Posté(e)

Oyo? :snif: :snif:

C'est pas faux ;)

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Invité Théia
Invités, Posté(e)
Invité Théia
Invité Théia Invités 0 message
Posté(e)

Ouuuais mais bon.. C'est pas tout à fait vrai non plus ! Disons que ça s'discute :snif::snif:

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Membre, 30ans Posté(e)
Strenger Membre 91 messages
Baby Forumeur‚ 30ans‚
Posté(e)
:snif:
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